atardecer en el Waraira Repano

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atardecer en el Waraira Repano, Julio 2010

sábado, 20 de octubre de 2012

Sobre racismo y etnofobia...

Sobre racismo y etnofobia en Venezuela1
Benjamín Eduardo Martínez Hernández

sabéis que no es el odio a otras razas
lo que me hace ser el labrador de esta única raza
lo que quiero
es por el hambre universal
es por la sed universal”

Aimé Césaire
Retorno al país natal, 1939

No hay sociedad que no niegue a otras en lo más profundo de su sentido, tal es el principio del denominado síntoma que se evoca en su performatividad: el etnocentrismo, a través del cual, toda sociedad se evoca a sí misma desde la diferencia, es pues, el axis mundi que la mantiene en vigilia ante la vorágine que representa el no saberse sola. Sujeto y sociedad, por ende, representan la condición primaria del sentido comunitario, he allí donde el sujeto deviene en persona, y la comunidad sienta el germen de su complejidad societal.

Para llegar a ser sociedad no es suficiente que se establezcan las funciones de cada persona en el ordenamiento arbitrario de su devenir, sino también, que se posibilite la transfiguración bajo una complejidad que distancie al sujeto de sí mismo, es decir, el establecimiento de una ideología que imposibilite su realización plena, más allá de las lógicas de las ilusiones de consumo propias del capitalismo, más allá de la satisfacción de las demandas de las necesidades básicas de subsistencia. El racismo es una de las necesidades articuladas en el imaginario que trascienden esos tipos de necesidades. Es decir, no obedece en primera instancia a una satisfacción del hambre, del vestido, de la vivienda, sino más bien, responde a una lógica de negación de la otredad, cuando tal otredad se muestra como obstáculo para la expansión del dominio de un modo de ser y estar en el mundo. Es entonces cuando el racismo se vuelve etnofóbico: negador de quien se aventure a negarlo como sesgo extremo de una élite que pretende imponerlo como cosmovisión para el establecimiento de su hegemonía.

Muchas han sido las sociedades que han practicado la esclavitud como modo de producción, pero no siempre ha sido vinculado a un proceso racista, aunque en algunos casos es evidente tal sintonía. Ser racista es imponer la etnofobia desde la determinación entre el ambiente y la cultura, como estandarte del soporte de un esquema evolutivo estrecho de las mentalidades/culturas humanas. Erigido como síntoma del lado oscuro de la modernidad, siempre intencional de la dinámica expoliativa del devenir en tanto pluralidad escatológica, el color de piel y sus respectivas máscaras, adquieren tanto valor de uso como valor de cambio en tanto que la coloración de la dermis constituye el imaginario que dispara los condicionamientos del self en su apropiación de la hipocresía, sobre todo en tiempos “democráticos”. Así, el otro moreno, negro, mestizo, es el asqueroso, el sucio, el maloliente, en fin, la lacra que impide el arranque del desarrollo tecnoeconómico aunque siga sirviendo como mano de obra barata en los patios traseros del imperio. Los esclavos de hoy son las almas en pena de la herencia cosificadora de la conquista. Todos somos África y su legado, todos veneramos a nuestros muertos que siguen danzando en la profundidad de nuestras almas.

En nuestra nación multicultural, participativa y protagónica, donde un zambo es el presidente de la república bolivariana, todavía el negro es el portero de los locales nocturnos donde las negras sólo entran como prostitutas baratas. La negra es la cocinera de los restaurantes donde el negro es el parquero. Los negros que fuimos y seremos, somos los que aún siguen viéndonos extraños, con nuestras costumbres, nuestras leyendas, nuestras creencias que impregnan de sabor con sus cantos y sus danzas la diáspora que la “ciudadanía” negó en Haití desde la cuna de la revolución burguesa, pues al fin y al cabo, los negros no éramos humanos, y seguimos siendo extraños, aun cuando quien suscribe es pasado por blanco, quizás de orilla, quizás mantuano o criollo, por un color de piel que en el fondo no permite evocar a primera vista toda la ancestralidad que pretenden mostrar estas líneas. Pero aquí también hay negras que aún a pesar de sus hermosos cuerpos y sus hermosas cabelleras imitan a las blancas, y hay blancos que imitan los gestos y el andar de los negros, a pesar de que las hermosas leyes de la revolución que hacemos intenten trastocar el verbo y otros combates del día a día. Hoy, como ayer, seguiremos al ritmo del jazz, la salsa, el merengue, el reggae, el rap, el candomblé, la capoeira y otras veneraciones, los himnos de un tiempo que ya es futuro.
1Estas líneas se desprenden parcialmente de una discusión intencionalmente provocada en el espacio deliberativo que ofrece el Diplomado en Derechos Humanos de los Pueblos y Comunidades Indígenas de Venezuela, en la Escuela de Derechos Humanos Juan Vives Suriá-Defensoría del Pueblo, así como también de una preocupación que oscila entre la crítica a una concepción bizarra de ciudadanía que flota en el imaginario mercantil que impregna nuestra cotidianidad y los esfuerzos por afrontar las lógicas perversas de la doxa que le sirve de soporte.

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