Sobre
racismo y etnofobia en Venezuela1
Benjamín
Eduardo Martínez Hernández
“sabéis
que no es el odio a otras razas
lo
que me hace ser el labrador de esta única raza
lo
que quiero
es
por el hambre universal
es
por la sed universal”
Aimé
Césaire
Retorno
al país natal, 1939
No
hay sociedad que no niegue a otras en lo más profundo de su sentido,
tal es el principio del denominado síntoma que se evoca en su
performatividad: el etnocentrismo, a través del cual, toda sociedad
se evoca a sí misma desde la diferencia, es pues, el axis mundi que
la mantiene en vigilia ante la vorágine que representa el no saberse
sola. Sujeto y sociedad, por ende, representan la condición primaria
del sentido comunitario, he allí donde el sujeto deviene en persona,
y la comunidad sienta el germen de su complejidad societal.
Para
llegar a ser sociedad no es suficiente que se establezcan las
funciones de cada persona en el ordenamiento arbitrario de su
devenir, sino también, que se posibilite la transfiguración bajo
una complejidad que distancie al sujeto de sí mismo, es decir, el
establecimiento de una ideología que imposibilite su realización
plena, más allá de las lógicas de las ilusiones de consumo propias
del capitalismo, más allá de la satisfacción de las demandas de
las necesidades básicas de subsistencia. El racismo es una de las
necesidades articuladas en el imaginario que trascienden esos tipos
de necesidades. Es decir, no obedece en primera instancia a una
satisfacción del hambre, del vestido, de la vivienda, sino más
bien, responde a una lógica de negación de la otredad, cuando tal
otredad se muestra como obstáculo para la expansión del dominio de
un modo de ser y estar en el mundo. Es entonces cuando el racismo se
vuelve etnofóbico: negador de quien se aventure a negarlo como sesgo
extremo de una élite que pretende imponerlo como cosmovisión para
el establecimiento de su hegemonía.
Muchas
han sido las sociedades que han practicado la esclavitud como modo de
producción, pero no siempre ha sido vinculado a un proceso racista,
aunque en algunos casos es evidente tal sintonía. Ser racista es
imponer la etnofobia desde la determinación entre el ambiente y la
cultura, como estandarte del soporte de un esquema evolutivo
estrecho de las mentalidades/culturas humanas. Erigido como síntoma
del lado oscuro de la modernidad, siempre intencional de la dinámica
expoliativa del devenir en tanto pluralidad escatológica, el color
de piel y sus respectivas máscaras, adquieren tanto valor de uso
como valor de cambio en tanto que la coloración de la dermis
constituye el imaginario que dispara los condicionamientos del self
en su apropiación de la hipocresía, sobre todo en tiempos
“democráticos”. Así, el otro moreno, negro, mestizo, es el
asqueroso, el sucio, el maloliente, en fin, la lacra que impide el
arranque del desarrollo tecnoeconómico aunque siga sirviendo como
mano de obra barata en los patios traseros del imperio. Los esclavos
de hoy son las almas en pena de la herencia cosificadora de la
conquista. Todos somos África y su legado, todos veneramos a
nuestros muertos que siguen danzando en la profundidad de nuestras
almas.
En
nuestra nación multicultural, participativa y protagónica, donde un
zambo es el presidente de la república bolivariana, todavía el
negro es el portero de los locales nocturnos donde las negras sólo
entran como prostitutas baratas. La negra es la cocinera de los
restaurantes donde el negro es el parquero. Los negros que fuimos y
seremos, somos los que aún siguen viéndonos extraños, con nuestras
costumbres, nuestras leyendas, nuestras creencias que impregnan de
sabor con sus cantos y sus danzas la diáspora que la “ciudadanía”
negó en Haití desde la cuna de la revolución burguesa, pues al fin
y al cabo, los negros no éramos humanos, y seguimos siendo extraños,
aun cuando quien suscribe es pasado por blanco, quizás de orilla,
quizás mantuano o criollo, por un color de piel que en el fondo no
permite evocar a primera vista toda la ancestralidad que pretenden
mostrar estas líneas. Pero aquí también hay negras que aún a
pesar de sus hermosos cuerpos y sus hermosas cabelleras imitan a las
blancas, y hay blancos que imitan los gestos y el andar de los
negros, a pesar de que las hermosas leyes de la revolución que
hacemos intenten trastocar el verbo y otros combates del día a día.
Hoy, como ayer, seguiremos al ritmo del jazz, la salsa, el merengue,
el reggae, el rap, el candomblé, la capoeira y otras veneraciones,
los himnos de un tiempo que ya es futuro.
1Estas
líneas se desprenden parcialmente de una discusión
intencionalmente provocada en el espacio deliberativo que ofrece el
Diplomado en Derechos Humanos de los Pueblos y Comunidades Indígenas
de Venezuela, en la Escuela de Derechos Humanos Juan Vives
Suriá-Defensoría del Pueblo, así como también de una
preocupación que oscila entre la crítica a una concepción bizarra
de ciudadanía que flota en el imaginario mercantil que impregna
nuestra cotidianidad y los esfuerzos por afrontar las lógicas
perversas de la doxa que le sirve de soporte.
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