Del
habla retórica
al habla
creativa: huellas
heteroglósicas del
devenir poscapitalista.
(apuntes
interculturales sobre
el sentido
común, el
derecho y la
transmodernidad)
Benjamín Martínez
Ningún
habla
es
inocente,
lo
sabemos.
La
instauración
simbólica
de
un
repertorio
lingüístico
debe
interpretarse
desde
la
metaforicidad
que
lo
contiene,
y,
en
sí,
lo
hace
posible.
Los
que
participamos
activamente
en
el
modo
de
vida
capitalista
se
nos
hace
difícil
advertir
que
uno
de
los
mayores
potenciales
de
una
episteme
genuinamente
emancipadora
reside
en
la
posibilidad
(y
consciencia
de
la
necesidad)
de
desestructurar
las
lógicas
sintagmáticas
que
operan
en
el
universo
discursivo
de
nuestro
habitus,
entendido
como
la
forma
en
que,
casi
siempre
y
de
manera
inconsciente
una
comunidad
de
hablantes,
forja
un
sentido
común
cosificado
determinante
de
sus
respectivas
vivencias.
No
podemos
pensar
sin
hablar,
sin
usar
la
palabra
que,
en
sí
misma,
es
lo
que
es,
por
contener
en
sí,
una
ideología,
y,
en
este
caso,
la
palabra
constituye
y
transmite,
la
ideología
del
capitalismo,
como
forma
de
conocimiento
cosificado
y
cosificante,
es
decir,
que
sólo
funciona
en
tanto
que
las
palabras
y
los
objetos
que
denotan
tienen
un
precio
en
el
andamiaje
del
mercado,
de
tal
manera
que
sólo
funciona
como
soporte
de
una
retórica
determinada
por
la
circulación
del
capital
por
el
capital
mismo,
es
decir,
los
intereses
hegemónicos
de
una
élite,
la
cual,
no
obstante,
le
es
funcional
a
dicho
capital,
pues
dicha
élite
es
soporte
de
una
serpiente,
la
cual
no
puede
sino
seguir
mordiéndose
la
cola
para
seguir
existiendo.
Los
“derechos
humanos”,
pretendidos
como
universales
surgieron
desde
esa
retórica,
la
cual
no
pudo
pensarse
como
devenir,
es
decir,
como
objeción
móvil
ante
las
diversas
realidades
culturales
que
pudieron
haber
favorecido,
pero
hoy
ya
no
es
así:
los
derechos
humanos
han
sido
y
todavía
lo
serán,
(desgraciadamente
por
mucho
tiempo
sino
se
les
interpela
y
transforma),
instrumentos
hegemónicos
al
servicio
de
las
más
variadas
formas
de
epistemicidio,
es
decir,
grandes
obstáculos
para
la
comprensión
del
otro
en
tanto
nosotros.
No
fueron
creados
ni
por
las
víctimas
ni
por,
precisamente,
sus
herederos.
No
fueron
pensados,
ni
por
los
negros
de
“indoamérica”
ni
por
los
aborígenes
de
“afroamérica”,
ni
mucho
menos
por
los
“mestizos”.
Fueron
creados
por
el
orden
hegemónico
racista
que
nos
sigue
dominando.
Ante
ellos,
hoy,
tanto
como
antes
de
1948,
podemos
ver/sentir/reproducir
la
hecatombe
de
su
instauración
en
las
conciencias
tanto
de
una
intelectualidad
normativa
como
de
una
imbecilidad
tradicionalista
la
misma
que
no
nos
permite
pensar
más
allá
de
esas
palabras
que
nos
rigen
desde
entonces.
Por
citar
tan
sólo
un
caso:
la
autodeterminación
cultural
(política,
jurídica,
social,
afectiva...)
sólo
puede
ser
posible
cuando
existe
la
posibilidad
de
que
la
dignidad
emerja
como
principio,
pero
también
como
praxis.
Bien
sabemos
que
el
Estado,
especialmente
como
estado-nación
posee
o,
al
menos,
desea
poseer
y
proyectarse
como
monocultural,
pues
la
existencia
misma
de
una
nación
supone
que
sus
miembros
sean
sujetos
para
sí,
de
una
cultura
concreta,
por
eso
no
puede
pensarse
en
términos
de
“pueblos”,
como
un
todo
complejo
y
diverso,
si
no
es
desde
la
identidad
que
se
erige
desde
y
hacia
la
producción
cultural
en
tanto
diferenciada.
Esa
es
precisamente
la
estrategia
ideológica
del
uso
de
los
derechos
humanos
en
sintonía
con
el
marco
constitucional
de
una
sociedad
republicana,
se
diga
liberal
o
no,
pero,
finalmente,
res-publica,
condicionada
por
una
lógica
nacida
desde
el
eurocentrismo,
y
por
lo
tanto,
bloqueadora
de
cualquier
diálogo,
porque
lo
“público”
como
argumento
de
orden
deja
de
ser
válido
al
tratar
de
instaurarse
a
otras
lógicas
culturales,
como,
por
ejemplo,
los
pueblos
originarios
de
los
territorios,
donde
a
sangre
y
pólvora
se
instauraron
las
colonias
sociales
y
cognitivas
que
posibilitaron
la
siempre
decadente
sociedad
capitalista
que
hoy
padecemos.
La
sociedad
contemporánea
ladina,
criolla
o
mestiza
jamás
podrá
pensar
desde
el
“pluralismo”
jurídico,
si
no
está
abierta
al
habla
de
la
diferencia,
a
una
heteroglosia
inter-cultural,
si
no
piensa
más
allá
de
la
modernidad
y
la
oscuridad
que
ella
misma
engendró
al
pensarse
epistemocéntricamente,
es
decir,
desde
una
forma
única
de
crear/producir/reproducir
el
conocimiento.
Sólo
así
pueden,
quizás,
coincidir
las
historias
propias,
las
coloniales,
las
futuras.
Sólo
las
huellas
heterotópicas
pueden
aspirar
senderos
heterárquicos,
es
decir,
posibilidades
de
encuentro,
sin
pensar
hegemónicamente,
sino
más
bien
en
términos
de
relación.
De
esta
manera,
siempre
que
las
leyes
sean
creadas
por
una
élite,
desde
sus
propias
condiciones
aisladas/aislantes
de
la
mayoría,
serán
meros
ornamentos
de
la
ficción
democrática
republicana,
pero
si
son
pensadas
desde
el
calor
de
la
praxis,
desde
el
habla
siempre
creativa
del
diálogo
intercultural,
quizás
no
sean
del
todo
necesarias,
y
pensemos
más
bien
en
términos
definitivamente
plurinacionales
al
seno
de
un
Estado
que
deje
de
ser
definitivamente
lo
que
ha
sido:
el
ordenamiento
social
del
poder
en
función
del
poder
mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario